Cuatro mil kilómetros de pura super-producción americana: eso es lo que te aguarda en la legendaria Ruta 66.




Mandarlo todo a paseo y lanzarse a recorrer las infinitas carreteras estadounidenses es, para qué negarlo, una idea estupenda que, con probabilidad, nos ahorraría una fortuna en muchas otras cosas (abogados, tratamientos, psicólogos, etc: táchese lo que proceda). Eso es la Ruta 66, a la que le queda pequeño el adjetivo de “mítica”: y es que aterrizar en el aeropuerto O’Hare de Chicago, alquilar allí mismo un coche -cuanto más grande, mejor-, dirigirse a la avenida Michigan de la ciudad y comenzar desde ese punto a descender por la Ruta 66 hasta que, 3.945 kilómetros más adelante, salpique la bruma del océano Pacífico nuestro parabrisas al llegar al cruce de los bulevares Ocean y Santa Mónica, en Los Ángeles, es de las mejores terapias que pueden seguirse en esta vida.

 

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Entre medias, no hay smartphone que pueda grabar las sensaciones y recuerdos que jalonan el trayecto: las inmensas llanuras de Illinois y Misuri, el Salvaje Oeste que arranca en Kansas y que encuentra su culmen en Arizona, Texas o Nuevo México para cruzar la soleada California, habiendo dejando atrás el Gran Cañón, el río Misisipi, las laderas de estratos de colores de los montes del Desierto Pintado y los troncos de madera hoy convertida en piedra del Parque Nacional del Bosque Petrificado de Arizona.

 

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