El Cuatro de Julio en Boston


USS Constitution en el puerto de Boston (c) U.S. Navy

Los Galgos Grises, capítulo 6>

[space height=”20″]El Cuatro de Julio ha llegado. Por la mañana, camino hasta Charlestown. El puente Longfellow, que cruza el río Charles y es la parte final del recorrido del Freedom Trail, medirá más de cien metros, me parece inmenso, y tal vez no tenga tan desterrada de mí como pensaba a mi vieja amiga la acuafobia. A pie del puente está fondeada la USS Constitution, que hoy va a salir a navegar un ratito. El Cuatro de Julio es el único día del año en que leva anclas esta pieza de museo que es el barco más antiguo de la Marina estadounidense. Se botó en 1797, fue decisivo en la guerra de 1812, y no perdió ninguna de las cuarenta y dos batallas en que participó. En 1830 quisieron desguazarlo pero los versos de un poeta, Oliver Wendell Holmes, Old Ironsides, se hicieron tan populares que sirvieron de indulto. Nunca he subido a un buque de guerra. Así que le doy los buenos días a la Ranger, que me dice que no hay que pagar nada, y disfruto en compañía de un padre y su hijo jugando por un rato a que somos marinos y tenemos un barco japonés a la vista. Y nadie nos dice nada. La fragata está tal cual la construyeron, con sus armas y todo. Regreso al downtown atravesando el North End, el barrio italiano, de calles manchadas con las páginas rosas de la Gazzetta dello Sport, donde la gente conversa en las puertas de los negocios, los gatos rondan en los cubos de basura y en los embalajes rotos de cajas de naranjas. Sale vida de las ventanas: atronan los estéreos, la gente se saluda de una acera a otra, y hay un hombre que pinta plácidamente la puerta de su casa.

Ya es casi medianoche. La orquesta afina un repertorio de canciones tradicionales, standards y una obertura que sincroniza la percusión con el restallar de los castillos de fuegos artificiales. Las autoridades esperan un millón de personas celebrando la fiesta de la independencia. Banderas, familias, olor a comida, y me encaro con un tipo que me cobra seis dólares por un perrito. Consigo que me devuelva el dinero tras haber tirado el manjar al suelo, y un padre de familia sudamericano me dice que tenga cuidado con estos gringos. La multitud irrumpe en entrañables oohhs y aahhs cuando el cielo se abre en naranja y en verde y en rojo, y parece que los ángeles vendrán detrás. Timbales y tambores percuten con el sonido amplificado, y todo esto -la gente llorando, ellos pasando la mano por el pelo de ellas, ojos de niños más grandes que los globos que sostienen sus manitas- me recuerda a la inauguración de unas olimpiadas. Espectáculo, grandilocuencia, orgullo patriótico, pero algo falla: en este parque, donde no sé si se habrán cumplido las previsiones de las autoridades, hay un negro por cada veinte blancos. Ohhh, diez castillos y fin de fiesta. Yo, me vuelvo al bar, donde un vejete me pregunta si escribiré sobre él en mi guía de viajes. Es mi última noche en la ciudad.

Lo primero que hago en cuanto termino mi desayuno es telefonear a Celso desde el hotel. Celso está casado con la hermana de mi tía, y viven en Silver Spring, un suburbio de Washington donde yo ya he estado varias veces. Se alegra de que esté cerca. Le digo que le iré mandando paquetes con documentación desde las ciudades en las que pare, y así descargar de peso mi ínfima mochila. Le prometo que cuando esté a menos de doscientas millas de su casa, me pasaré a verle. Arreglo mis cuentas en recepción y camino hacia la estación de Greyhound, atravesando Chinatown. Estoy listo para poner rumbo al norte. Se acabaron los días de aclimatamiento, la seguridad del bar, la facilidad de la gran ciudad. Tras una semana, empieza de verdad el viaje. Mi espalda se empieza a resentir, se pone la venda antes que la herida, antes de tragarse el primero de los miles de kilómetros que le esperan pegada al asiento de los buses de la Greyhound.

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