La legendaria isla de Capri, en el golfo de Nápoles, ofrece una fabulosa combinación de historia y naturaleza. La mejor forma de disfrutarla es recorrer alguno de sus muchos senderos.




¿Y si preguntáramos por ahí qué sugiere el nombre de Capri? Muchos se quedarían en blanco, pero a algunos (quizá los de cierta edad) les asaltaría el vago recuerdo de una pequeña isla (poco más de 10 km2), situada en el golfo de Nápoles y popular en los 50 y los 60 por ser lugar de vacaciones de la jet-set y escenario del acoso de los paparazzi a las estrellas de la época.

 

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Capri fue un paraíso asociado a las revistas del colorín y el glamour de cuando los famosos no iban en chándal, pero hace tiempo que ha perdido su preeminencia entre las jaulas doradas donde las celebrities se aíslan en busca de un lujoso y tranquilo anonimato. La hermosa Capri, una roca calcárea que asoma del mar como una bestia mitológica, habrá bajado puestos en el cambiante ranking de los sitios de moda, pero conserva su belleza y su extraordinario patrimonio, una mezcla única de naturaleza y cultura que merece la pena conocer.

 

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Una corta travesía

Si no vas en el yate de un jeque árabe o un multimillonario ruso, lo usual es llegar en barco desde Sorrento (20 minutos de trayecto) o Nápoles (de 45 minutos a una hora). El ferry atraca en el puerto de Marina Grande; ya en tierra, lo más recomendable es subir en funicular hasta la localidad de Capri, encaramada en lo alto de un collado, y tomarla como punto de partida de nuestra ruta a pie.

 

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Foto Martyna Bober – Unsplash

 

Capri es un pequeño pueblo de calles estrechas y encaladas, con placillas que se abren de cuando en cuando y donde se concentran los bares y tiendas para turistas, caros y poco interesantes. Da para un agradable y corto paseo, pero no hay gran cosa que ver, así que conviene huir del gentío chancletero, buscar los puntos de salida y lanzarse a recorrer alguno de los senderos que puntean la isla que escogió el emperador romano Tiberio como lugar de residencia durante diez años, hasta su muerte en el año 37 d. C.

 

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© Francisco Jódar

Vicios imperiales

Tiberio se hizo construir una mansión (la Villa Jovis) en un promontorio oriental, y allí dirigimos nuestros pasos. Lo primero que sorprende es la calma, aunque conviene evitar los meses de verano y sus aglomeraciones. Al dejar atrás las últimas residencias y hoteles de mayor o menor lujo, te adentras por caminos de densa vegetación entre cuyos claros se divisa un mar de un azul intenso —casi eléctrico— que lame (es un día tranquilo) las verticales estribaciones rocosas de la isla. La belleza rezuma equilibrio, sin una sola estridencia ni una mole de hormigón que la estropee.

 

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La Villa Jovis se alza al borde de un intimidante precipicio sobre el agua, un lugar perfecto para vigilar quién se acercaba y vivir aislado. La historia más o menos legendaria nos dice que el sucesor del primer emperador romano (Augusto) nunca quiso ser César, y que su carácter retraído se fue agriando y enrareciendo con la edad, a la par que aumentaban sus vicios y perversiones, especialmente la pederastia bisexual, que encontraba aquí un picadero discreto.

 

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Restos de Villa Jovis, Capri

 

Suetonio narra en sus Vidas de los doce césares una anécdota que cobra vida al recordarla asomados a las alturas donde se alzan hoy las ruinas del palacio de Tiberio: una mañana, el emperador fue asustado por un pescador que había escalado el acantilado para ofrecerle su mejor captura. Alterado, el césar ordenó que frotaran la cara del hombre con el pez que este le había llevado. En pleno suplicio, el pobre tipo se alegró por no haber regalado al tirano una gran langosta que había atrapado. Tiberio mandó traerla e hizo que también le restregasen la cara con ella.

 

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CC 2.0 by Luftphilia

 

Arquitectura y rocas de fantasía

Antes de llegar al retiro del simpático emperador romano hemos bordeado el sureste de Capri y seguido el camino de Tragara hasta toparnos con los Faraglioni (farallones), tres moles de piedra que rondan los cien metros de altura y se yerguen como centinelas apenas separados de la costa (de hecho, la mayor permanece conectada a la isla por una pasarela de piedra natural).

 

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Este trío de caprichosas formas constituye una de las estampas más conocidas de Capri y uno apenas ha podido olvidar su imagen cuando, no mucho después y siguiendo hacia el noreste, se encuentra con la casa de Curzio Malaparte (1898 -1957), un escritor polémico, discutido y célebre en su tiempo. Malaparte se hizo construir sobre un promontorio solitario y de difícil acceso una residencia vanguardista a la que solo se puede llegar (y de la que solo se puede salir) por un camino que atraviesa una finca privada. Vista desde lo alto, la mansión del autor de Kaputt y La piel se aparece como una visión sorprendentemente integrada en el abrupto e irregular perfil de la isla y semejante a un puntiagudo barco varado sobre la roca.

 

Casa de Malaparte. © Francisco Jódar. Viajar a Capri Tu Gran Viaje revista de viajes y turismo
Casa de Malaparte. © Francisco Jódar

 

Un poco más adelante, el Arco Natural es la última maravilla natural antes de llegar a la vieja morada tiberina. Este arco horadado tiene su origen en una enorme cueva que se adentraba en la montaña y es hijo de la erosión de las olas, la lluvia y el viento. El lugar es soberbio y permanece en la memoria. Después de fantasear entre los restos de la Villa Jovis, el caminante se adentra en la isla para retornar a la localidad de Capri por un camino rodeado de encinas y cipreses que clarean cuando nos acercamos a sus calles. Queda mucho por ver (Anacapri, el Monte Solaro, la Gruta Azul…), pero eso son ya rutas para otra jornada.



 

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