La avanzadilla a Helsinki es una pequeña isla apartada de todo, casi de la realidad. Carmelo Jordá siente para nosotros cómo viajar a Suomenlinna, una puerta a otro lugar tan lejos y tan cerca al tiempo…

Me gustan los ferries en los que, además de turistas, haya locales haciendo sus traslados diarios, gente con aspecto de ir a la oficina, de copas o al gimnasio y que le da al pequeño barco de turno un aspecto de normalidad que contrasta con mi sentimiento de excepcionalidad: no cogemos muchos ferrys en Madrid.

De ese tipo es el barco que une Helsinki con uno de sus más famosos reclamos turísticos, la isla de Suomenlinna, un pequeño pedazo de tierra veinte minutos mar adentro que es algo así como la avanzadilla de la ciudad en el golfo de Finlandia, el último reducto antes del frío y salvaje mar.



Suomenlinna tiene mucho, precisamente, de reducto o de avanzadilla, y precisamente por eso es mucho más que un pedazo de roca perdido entre el oleaje: su sistema de fortificaciones militares –unido, supongo yo, a un muy especial paisaje- la han convertido en Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO, un reconocimiento que por ahora sólo han logrado siete lugares del país.

 

Viajar a Suomenlinna BN 01. Foto © Carmelo Jorda
© Carmelo Jordá

Pasear por Suomenlinna

Visité Suomenlinna en un equívoco día de noviembre en el que el frío me llegaba hasta el alma pese al engañoso sol que, tímido como debe ser casi siempre en Finlandia, se iba mostrando en un cielo tachonado de nubes pero de un intenso azul.

La isla es un reclamo turístico de primera, pero además en ella siguen viviendo unas novecientas personas, que le dan un carácter diferente, más allá del mero escenario, incluso sigue habiendo también algunas oficinas de la armada finlandesa de las que salen y entran soldados de vistoso uniforme. Pero todo –casas, oficinas, caminos o muelles- tiene un aspecto un punto destartalado y envejecido, probablemente debido más a la dureza de las condiciones climáticas que a un verdadero abandono.

Sin embargo, esa pátina de vejez que parece cubrirlo casi todo le da a la isla su mayor encanto: parecer un espacio que ya no está en su tiempo, una pequeña rareza fuera de lugar que ya se diría que sirve para poco más que ser contemplada y paseada.

 

Viajar a Suomenlinna, BN 04. Foto © Carmelo Jorda
© Carmelo Jordá

Guerras pasadas

Por supuesto, lo que más contribuye a esa impresión son las fortificaciones y las viejas baterías de cañones: algunos miran al mar y son de enorme tamaño, se diría que colocados allí en tiempos de la II Guerra Mundial; otros, desperdigados por aquí y por allá, parecen más apropiados para una guerra napoleónica, pero el caso es que tanto los primeros como los segundos transmiten, con su cañones llenos de colillas, una innegable sensación de inutilidad.

Viejas puertas metálicas, abiertas o directamente caídas, nos permiten pasear también por los búnkeres y los túneles del complejo sistema defensivo y bajo las murallas, más antiguas y en bastantes puntos todavía impresionantes, pero que hoy ya no está para guerras: ni siquiera para la guerra contra el frío y fuerte viento que el mar parece lanzar continuamente contra la isla, barrida en tomo momento por una cortina gélida de purísimo aire.



Allí, junto al viejo cañón de la gran guerra y con el rostro partido por la frialdad de ese viento constante, el paisaje adquiere un aire épico y resistente y es donde me doy cuenta de que esos montículos cubiertos de hierba, esas viejas paredes de piedra y esas rocas oscuras invitan a estar alerta, y afilo la mirada en dirección al mar y casi busco un enemigo ante el que luchar hasta el último aliento.

Pero ese enemigo no es otro que el frío, así que frotándome las manos y pisando fuerte para intentar calentar los pies vuelvo al ferry y, entre estudiantes y ciclistas, retorno a la civilización de Helsinki.


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