Me trae mi amiga Gema un antiguo ejemplar de la revista Port y la hojeo saltándome a Julian Schnabel, mirando las horas de los relojes que anuncia, oteando lo que dicen sobre el viajar algunas personas que conozco y buscando mi reflejo en las fachadas de un Nueva York que, a esta hora del atardecer, está muy cerca del valle de Albalá. Miguel se llevará una bolsa repleta de libros y revistas en las que manda -y de qué manera- la revolución rusa, su historia, sus consecuencias. En ella hay libros de Trosky y tomos que cuentan la II Guerra Mundial desde el lado soviético. Todo, amarillento: donde lo cuentan y lo que cuentan. El desapego que siento por el papel no es nuevo, pero tampoco definitivo: me pongo las gafas sobre el cráneo y miro cada ventana de cada edificio de Nueva York de los 80 y los 90 de Port y asiento cuando me dice que “la nostalgia es peligrosa. No ganamos nada volviendo a una ciudad más oscura, sucia y peligrosa (…)” Claro que sí: la nostalgia es peligrosa, y si ganamos, mucho. No olvidar.

 

© Clemente Corona
© Clemente Corona

 

Mi NY es el NY radiante y brillante de un Ralph que estaba lejos de serlo; el más oscuro, negro puro, de los buscones de los aseos de la Port Authority y de los marigüaneros de Jamaica Avenue. Pero es, sobre todo, el de su cénit, el del 10 de septiembre de 2001, y es, aún más, el NY ardiente, tóxico, que se me mete en los pulmones a partir del 12, que me envuelve con sus miasmas de carne asada y polvo de escombro y al que solo regreso, alguños años más tarde, para enseñárselo a Ella y, otros años después, para acompañar a un chef maratoniano que, maldita sea, perdió la vida, embutido con un mono en forma de estrella, arrojándose desde las nubes sobre un castillo árabe. Ralph también era, fue, un insensato.

 

Times Square, Nueva York, 12 de septiembre de 2001. Foto © Clemente Corona
Times Square, Nueva York, 12 de septiembre de 2001. Foto © Clemente Corona

 

Todo eso pienso mientras Ella le dice a Miguel que, si fuera millonaria, sería su mecenas y le compraría esa Gran Vía que está pintando desde hace meses como nadie antes lo ha hecho. Miguel se carcajea porque sabe que Ella dice la verdad: y comparte a la mesa, a la que solo falta Rosabel -mientras Mr Bruno estudia para Youtuber- cómo se enfrenta a esas estampas de una ciudad, Madrid, a la que, como yo, deja atrás pero a la que mira no de reojo, sino de frente, para recordar que la vida fluye en ella, como en NY, para desembocar y embalsarse en su valle de Catalañazor o en mi valle del Albalá. Reímos y brindamos con las lágrimas de escritor que Damian me regaló de su último viaje a casa, en Mallow. Prosaicas influencias del viaje en nuestras vidas, trocitos de mundo que son reales por estar fuera del papel pero que, claro, no se entienden -ahora, en este momento-, sin él. Sobran los libros, las revistas y los tebeos en esta casa. Sobran también las bolsas de rafia para llenarlas con ellos y regalarlas a buenos amigos como Miguel, que pintan la Gran Vía como nadie

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© Miguel Palancares