Cap.5: Donde todo el mundo sabe tu nombre


Los Galgos Grises> capítulo cinco

[space height=”20″] Cumplo con la visita obligada a Salem: no me creo historias de brujas, claro, pero la documentación me será útil. Me sonrío ante esta pasión americana por escarbar en el rincón más ínfimo de su historia y después venderlo. Estampando a Jefferson en condones si es preciso, siempre que dé dinero. En el Boston Common, una banda de música de la Marina nos solaza a un par de vagabundos, otros tantos camellos, y a mí, con estupendas versiones de clásicos como Knockin On Heaven’s Doors y Light My Fire. El sol está a la altura adecuada, la hierba está fresca, el Winston es estupendo. El concierto acaba, pero el encanto no se rompe. El Common es bonito: pequeño, estupendamente arreglado, con sus bancos y su estanque, sus sombras y repleto de gente por las mañanas, madres con niños y abuelos leyendo el Globe del día.

Ha habido problemas con el wáter: se atranca, y el aire acondicionado de alguna habitación cercana a la mía ha estado puesto toda la noche: no he dormido. Me levanto de mal humor, pensando en que el presupuesto no me llega, que el hotel de Boston es caro pero las noticias que vienen de más al norte ponen los pelos de punta: no hay nada por menos de ciento cincuenta dólares. Hace calor. He recorrido la ciudad de punta a cabo, he descubierto mi barrio preferido, he charlado con viejos absortos ante el frenesí del Big Dig, que respeta a los edificios de ladrillo rojo de principios de siglo con algunas marcas comerciales que no se han movido desde entonces. Las calles de Chinatown están desiertas: algún chino, algún camión. Se dispara mi imaginación: no debe ser caro tener un local inmenso en alguno de esos edificios abandonados dedicado a vender contenedores rellenados en Cantón de sabe Dios qué. También sueño despierto viéndome en esas casas que flanquean las avenidas, de ventanas por las que se adivinan los techos altos, las paredes de linóleo y los suelos de madera, sobre los que caminan, descalzas, chicas flacas de pelo largo, poniendo cuidado en no pisar las carpetas vacías de discos de Blue Note.

Cumplo también con el ritual de visitar Cheers. Bajo las escaleras casi con el corazón encogido por un ataque de mitomanía. El portero me deja pasar, pero sólo vislumbro el local empinándome de puntillas, tapado todo como está por un tapiz de cabezas. La segunda vez pasa lo mismo, y la tercera hay una cola de cincuenta metros. Yo quería emular a Norm y tomar una cerveza apoyado tranquilamente en la barra: como otros tantos miles. La simbiosis de Boston con Cheers resulta hasta entrañable. Creo que tendría más sentido con Spencer -por lo menos se ve a Robert Urich corriendo por las calles de la ciudad- e incluso con Ally McBeal, pero lo cierto es que sólo en Miami una serie de televisión ha ayudado tanto a una ciudad como lo ha hecho Cheers con la capital de Nueva Inglaterra. La tienda que hay al nivel de la calle, encima del bar, es pequeña pero rebosa de artículos en la acostumbrada profusión de mercadeo con la que los americanos impregnan lo más insólito, y parece que les va a ir muy bien perpetuamente. Hay franquicias de Cheers por casi todo el mundo, y raro es el aeropuerto de importancia que no cuenta con uno de ellos, más o menos a la medida del set de la serie que se rodaba en Los Ángeles. Sam Malone -aka Ted Danson– arrasaría en unas elecciones a alcalde.

Recorrer el Freedom Trail, aunque se antoje tan imposible como pasear por el Rastro de Madrid, me deja un regusto orwelliano porque todos sus peregrinos llevan el mismo atuendo (camisetas holgadas con motivos bostonianos, pantalones cortos y sandalias o deportivas), todos llevan cámaras de vídeo y beben de botellas de agua mineral que presumen de no llevar mineral alguno. El agua es insípida por definición y se cumple a rajatabla: la etiqueta advierte de que la embotelladora sólo embotella H2O. No iron. H2O. Imprescindible para combatir este calor pegajoso que no me deja olvidar que una comida regular, formada por apenas un triste plato de pollo cubierto de salsa y un mísera Bud –y a dónde voy yo con una sola Bud-, me cuesta veinte dólares, así que mi dieta se reduce, contra mi voluntad y pensando en los tres meses que quedan, a comida basura y, eso sí, más de una Bud, que el rey de las cervezas está hecho con los mejores lúpulos, arroz y la mejor malta de cebada. Y todo eso destilado en madera de haya, sin aditivos ni conservantes. No necesito más. Se lo cuento todo al camarero que hoy sustituye a Lee. Él me dice que se muda a Nueva York la semana próxima.

– Me aburro en Boston. Tendrías que ver esto en invierno. Aquí no vienen más que los de siempre, y los bares están cerrados a partir de las dos.

– Pero Nueva York es mucho más caro. En una zona normal de Manhattan es imposible encontrar un estudio por menos de mil quinientos dólares.

– Me da igual. Un amigo tiene un bar allí. Aquello es la capital del mundo, tío. Boston es un pueblo.

Fiel a mi costumbre, me acoplo en la esquina derecha de la barra, cerca de la entrada. Ed sigue rascando boletos: cuando acaba todos, los rompe en mil pedazos que tira a sus pies, menea la cabeza y sale a por más. En un par de ocasiones vuelve con comida del restaurante de al lado, y no es el único que lo hace. Amo este bar. Gracias a él, las visitas a lugares más o menos significativos tienen otro aliciente. Como el ir al consulado español.

El consulado está en un edificio de oficinas relativamente nuevo asomado a un parque donde hay una iglesia, bancos con parejas sentadas y un par de tipos rebuscando en las papeleras y los matorrales. En el edificio hay bastantes consulados más, por lo que el tipo de la puerta ni se molesta en preguntarme a dónde voy. Vaya seguridad. La puerta está abierta y da paso a una sala de unos cinco metros por cuatro, en cuya esquina derecha hay una ventanilla de cristales blindados, como en los bancos. También hay sillones y un mostrador donde una oriental rellena algo, tal vez la solicitud de plaza en el curso de español. Un par de tablones de corcho revientan de noticias: una carta firmada por el cónsul donde comenta los problemas de recibir con más celeridad la prensa escrita, u otra en la que se anuncia un nuevo periódico digital, repleto de firmas reaccionarias. Le comento a la chica de la ventanilla que voy a estar tres meses en el país, y que si necesitan saber que estoy aquí. Como no voy a estar más de una semana en el mismo lugar no hace falta inscribirme en el registro consular, me suelta, así que me voy, que hay mucho que hacer. Me encierro toda la tarde a escribir en mi habitación, sepultado por el fragor del aparato de aire acondicionado del vecino, meando en un wáter que no succiona.

En la librería tienen prensa de casi todo el mundo, pero la edición de El País es la del fin de semana pasado, que disfruté fiel a mi costumbre en el bar de Álex, así que sigo sin saber muy bien qué pasa en casa. No puedo pasar un día sin periódico, así que compro el Globe todos los días: los Red Sox están bien colocados para intentar llevarse la liga, aunque todavía quedan un par de meses para que empiecen los play-offs. En estos primeros días de julio todavía no se les da cancha a los verdaderos protagonistas de esta temporada, el entrañable Sammy Sosa y el prototipo americano Mark Big Mac McGwire. Hay rumores de cambio en el banquillo de los Patriots de Nueva Inglaterra, perspectiva que alienta Lee, que es el único en el bar a quien le importa el fútbol; los demás no pasan de algún comentario ignorante sobre el Mundial y el anuncio de Nike con Ronaldo, y de mostrarme sus condolencias por la temprana y acostumbrada eliminación española. Al menos, el nombre del seleccionador les sirve para recordar el mío.

– ¿Cuál es tu apellido?

– Corona.

– Tío, como la cerveza. ¿Por eso bebes tanta?

– Ahora me voy a tomar un escocés, ¿qué te parece?

– ¿Hay escoceses en España? ¿Tienes algún antepasado escocés?

 

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