En una de las más hermosas esquinas de Galicia se alza el Monte de Santa Tegra, testigo de poblados prehistóricos, santuarios medievales, apetitosas romerías y aviadores pioneros.

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“Los gallegos estábamos tan tranquilos en vecindad y amistad con el océano, recogiendo en él cosechas de los tiempos más antiguos, y probablemente no supimos que estas oscuras rocas eran el Finisterre, el final de la tierra conocida, hasta que llegó el legionario latino con su pesado paso (…) y vio, ‘con religioso terror’, hundirse el sol en el mar, allá donde los abismos del Tenebroso se poblaban de enormes bestias”.

Esto que escribe el maestro Álvaro Cunqueiro en sus Fábulas y leyendas de la mar bien podría aplicarse a los antiguos habitantes del castro de Santa Tecla, o Santa Tegra, o Santa Trega, que así puede encontrarse el nombre, un poblado fortificado que hace unos dos mil años ocupaba la elevación que domina la desembocadura del fronterizo Miño en el Atlántico. Sus moradores, amparados en su estratégica posición, prosperaron gracias al comercio con fenicios, cartagineses y romanos, que llegaban desde el Mediterráneo en busca de metales y ofrecían a cambio productos manufacturados y lujosos, aceite y vino.

 

 

Desde la atalaya del Mirador del Monte de Santa Tegra, la vista es fabulosa en un día claro y soleado: a los pies de la cima de escasa altura (unos 350 metros), el río ancho y caudaloso; enfrente, hacia el sur, el pueblo de Caminha, puerta de Portugal; al oeste, el Tenebroso de los romanos, hoy surcado por modernos leviatanes con el vientre repleto de petróleo y turistas; y al este, la corriente fluvial que se adentra dulcemente en el interior y baña O Rosal, el valle que se extiende de levante a poniente desde Tui hasta A Guarda, una zona de clima suave y templado que se encuadra en la D. O. Rías Baixas y da vinos deliciosos y afrutados elaborados con albariño y otras variedades autóctonas de uva.

 

 

Llegar a Santa Tegra por la carretera que baja desde el norte supone recorrer el litoral pontevedrés, resplandeciente si el tiempo acompaña, amable y salpicado de tentaciones gastronómicas. Una vez en el pueblo marinero de A Guarda, un desvío bien indicado nos conduce hasta el monte. En la carretera de entrada tendremos que pagar un euro, una cantidad ridícula que, si se desea, incluye el acceso al pequeño museo que contiene algunos de los restos obtenidos en las excavaciones y da derecho a un recorrido guiado muy recomendable: este viajero se topó con un guía que desentrañaba con amenidad la historia y las curiosidades del lugar, que no son pocas.

 

 

 
 
 
 
 
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Ahí va uno de esos viejos sucedidos: en la Canosa, una de las pequeñas islas del Miño que surgen a los pies de Santa Tegra, aterrizó en 1930 el aviador Nemesio Álvarez Sánchez, hijo del por entonces alcalde de A Guarda. Nemesio quería acudir a la concurrida romería que se celebra desde el siglo XIV en el monte en honor a la santa que le da nombre, y decidió hacerlo en aeroplano, para espanto de las vacas que pastaban tranquilas. Se cuenta que Nemesio amaneció esa mañana en Madrid y apareció hacia la una de la tarde sobrevolando la ermita de la santa entre los vítores de los paisanos que lo habían conocido cuando solo era un rapaz. El audaz piloto subió a Santa Tegra bañado en aclamaciones y aplausos, y suponemos que bajaría algo mareado, quizá por algo más que la emoción. Tanto impresionó la hazaña, que las autoridades de la zona solicitaron la construcción de un aeródromo en la Canosa, sin éxito.

 

 

 
 
 
 
 
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El castro de Santa Tegra se descubrió accidentalmente en 1913, y en 1931 fue declarado Monumento Artístico Histórico Nacional. Los trabajos arqueológicos solo han alcanzado a una pequeña parte del poblado, que fue muy extenso, y las excavaciones se encuentran paralizadas por la falta de fondos, pero han bastado para sacar a la luz uno de los mejores ejemplos de la “cultura castreña”, que se desarrolló de finales de la Edad del Bronce hasta los primeros siglos de la era cristiana, ocupando un área que abarcaba el norte de Portugal, Galicia y las zonas occidentales de Asturias, León y Zamora.

 

Castro de Santa Tegra
Castro de Santa Tegra. Foto © Francisco Jódar

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Hoy es, junto a las vistas, el principal reclamo para acercarse al lugar, que también goza de fama por la romería que se celebra cada segundo domingo de agosto, en la que una procesión sube al santuario construido en el siglo XII y da paso a un festival de comilonas que convierten al monte en un gigantesco banquete improvisado. Acabada la visita, al viajero solo le queda elegir el lugar donde comer o cenar, una penitencia que en las Rías Baixas da acceso directo al cielo.

 

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