Camilo José Cela Conde: los viajes de un antropólogo


Camilo José Cela Conde

Hay viajeros que son lo más lejano a un turista y que permanentemente transitan por dentro y por fuera: uno de ellos es Camilo José Cela Conde.

Hay viajeros que son lo más lejano a un turista y que permanentemente transitan por dentro y por fuera: uno de ellos es Camilo José Cela Conde. Por dentro, porque siempre está investigando con profundidad algún tema; por fuera, porque unas veces como científico, y otras como aventurero, se ha perdido por algunos de los sitios más recónditos del Planeta. Sobre su mundo, que es de este mundo, nos habla en Tu Gran Viaje.

Camilo José Cela, su padre, nos contaba en sus clases de doctorado que daba en su casa de la Bonanova que usted era muy aficionado a romper farolas, ¿qué le ha quedado de esa afición?

Me ha quedado la añoranza de aquellos tiempos en los que era un niño en la calle del Bosque de Palma. Entra la nostalgia cuando te das cuenta de que hubo tiempos en los que todo lo que te pedía el cuerpo, en plan salvaje, era tirarle perdigones a las farolas.

Su padre ha escrito algunos de los libros de viajes mejores que existen, ¿qué destacaría de ellos?

Se trata de literatura de la mejor, como usted dice, que, encima, sirve de documento antropológico para una España ya desaparecida. No entiendo cómo no se han hecho todavía ediciones críticas, anotadas, de esos libros.

¿Cuántos países conoce y cuál es el que más le ha gustado y, también, el que más le ha chocado?

Países, países, tendría que contarlos. Pongamos continentes: Europa, claro, las dos Américas, África y el lametazo a Asia que supone Estambul. Me falta Oceanía, porque supongo que la Antártida no cuenta. Casi todos los lugares me han chocado por algo. Tengo mucha capacidad para sorprenderme, cosa que agradezco todos los días. Pero no voy a rehuir la pregunta, aunque sí a cambiarla algo. Más que países, momentos: cualquier temporal de tramontana de los que he pasado en el Golfo de León. El valle del Rift con sus volcanes y sus tornados de polvo. Las selvas y la Sierra Madre de Méjico. Los tiburones martillo de los fondos de las Galápagos. El paso del Canal de Drake. El desplome de los glaciares en la Antártida. Teotihuacán, con sus silencios. Cruzar el Sahara (con diarrea; juro que es muy difícil encontrar una mata tras la que meterte cuando la necesidad aprieta). No sé; seguro que me dejo muchos episodios y lugares. Todos me han entusiasmado salvo el espanto de Sun City, en Sudáfrica, donde se celebró el último congreso mundial de Paleontología humana. No espero volver nunca por allí.

Ha estado usted en lo más recóndito de África buscando el eslabón perdido. ¿Qué sensaciones le han quedado de aquel viaje?

Pasar las noches tan alejado del resto del mundo como para que no se vea luz alguna en todo el horizonte es difícil incluso en el mar, así que el viaje a las montañas Tugen, que nos costó mucho trabajo encontrar, por cierto, pese a los mapas del ejército que llevábamos, fue uno de los mejores. Pero el lago Natron, dejado de la mano de Dios, cubierto de flamencos y al pie de la montaña sagrada de los Maa, tampoco está nada mal.

Uno de sus muchos libros está dedicado a Las Galápagos. En él, mezcla la divulgación científica con lo acontecido durante su viaje. ¿Cómo fue eso de seguir sobre el terreno los pasos de Darwin, cuya obra y vida se sabe usted de memoria?

Hombre, de memoria no me sé ya ni el padrenuestro. Pero hablando de Dios padre, Darwin es lo más parecido que conozco. Tuve suerte, se dieron las circunstancias necesarias para poder ir a las Galápagos, Cristina aceptó acompañarme y un instituto oceanográfico me ayudó con el viaje; no hacía falta nada más. Desde luego fue muy emocionante pisar la arena de la playa en la que desembarcó el autor del Origen de las especies.

Ha podido usted viajar a la Antártida y pasar un tiempo en la base que tiene España allí, sobre lo que ha publicado otro libro. ¿Ha sacado alguna conclusión metafísica de ese viaje del tipo “qué somos y a dónde vamos”?

Sí, pero no sólo allí. He estado en bastantes lugares que te dejan muy claro que sigues vivo porque a nadie, ya sea persona o animal, se le ha ocurrido lo contrario. Pero, volviendo a la Antártida cuando pasas el Cabo de Hornos casi todo lo demás se vuelve pero que muy relativo.

¿Se puede vivir sin viajar?

No, claro que no. Bueno; sí que se puede vivir sin viajar pero no estoy seguro de que merezca mucho la pena hacerlo.

Está usted preparando un libro con Francisco Ayala, uno de los grandes investigadores del panorama científico actual. ¿Cuáles son las líneas maestras del mismo?

Francisco y yo estamos haciendo una aproximación muy detallada a las principales claves de la evolución humana. Nos han salido tantas páginas que, al final, en vez de un libro serán dos.

Claro que no se puede vivir sin viajar. Bueno; sí que se puede vivir sin viajar pero no estoy seguro de que merezca mucho la pena hacerlo.

Frecuentemente publica usted artículos de opinión sobre la actualidad política. ¿Cree que España tiene solución o, como yo pienso, casi lo mejor sería hacer la mochila y echarse no al monte pero por lo menos largarse de aquí?

Estoy planteándome el irme a Estados Unidos o Méjico cuando me echen de la universidad, así que coincido del todo con usted. Si tenemos solución, yo no la conozco.

Se lo pregunto con cierta ironía dado que es usted un antropólogo de reconocido prestigio: ¿puede ser que un día la evolución toque techo y que desde ese momento comencemos a desandar lo andado? ¿No es un signo de eso la superficialidad que nos invade por todas partes?

Lo de la ironía supongo que va por eso del “reconocido prestigio”. La evolución biológica no tocará techo nunca pero la cultural y la social, que son las que importan, ya van marcha atrás. En poco más de un año hemos vuelto a situaciones y actitudes que me recuerdan a los años 50, cuando era un niño asustado en la postguerra madrileña.

 Camilo J. Cela Conde al cruzar el Ecuador por las Montañas Tugen, en Kenia

 

¿Qué museo del planeta le ha sorprendido?

Hablando de arquitectura, los dos Guggenheim, con el de Nueva York por delante del de Bilbao –donde, por cierto, hay también un restaurante espléndido, el Nerua-, y el Beaubourg. Si estamos en lo de recuperar espacios, el Quai D’Orsay. Por el contenido, y dejando de lado los monstruos del British Museum, el Prado o el Louvre, me quedo con el el de El Cairo. Y los momentos más emocionantes los reservaría para el diminuto museo de Olduvai, en Tanzania, el Kenyan National Museum de Nairobi y el de Antropología de México donde me invitaron a dar una conferencia nada menos que en el aula que utilizaba Franz Boas. No hay como tener amigos.

¿Cuál va a ser su próximo viaje y su próximo libro de viajes?

Uno y otro, coinciden. Quiero subir al Kilimanjaro antes de que sea demasiado tarde. Y quiero contarlo.

 

Sobre Camilo José Cela Conde

Camilo Jose Cela Conde foto (c) UIBCamilo José Arcadio Cela Conde nació en Madrid (1946). Hijo de nuestro Premio Nobel de Literatura, nació y creció rodeado de casi toda la cultura española del siglo XX. Catedrático de Filosofía, es maestro de otros muchos catedráticos que él ha formado. Ha tocado muchas teclas: desde la novela pasando por los estudios de histórica económica o los libros científicos a los libros de viajes. Es una autoridad en los estudios sobre la evolución humana -no en vano es miembro de Asocación Americana para el Avance de la Ciencia, del Center for Academic Research and Teaching in Antropogeny del Instituto Salk y la Universidad de San Diego. Viajero incansable recientemente, ha publicado dos deliciosos libros de viajes que recomendamos vivamente: Hielos eternos, un antropólogo en la Antártida y El origen de la idea. Gálapagos tras Darwin. ambos en la editorial Le Pourqoi-pas?. Camilo está casado con la doctora Cristina Rincón Ruiz, que ayudó lo suyo para que nuestro viajero pudiera llevar a buen puerto los dos libros mencionados.